CADMO (PARTE 3)

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APARICIÓN DEL LENGUAJE
DOCTOR ULISES CASAB RUEDA

 

Aún cuando sabemos que desde el pleistoceno inferior, hacia los finales del período geológico terciario de la era cenozoica, existieron en China y Sudáfrica humanoides o prehomínidos australopitecos, portadores de utensilios, realmente desconocemos en qué momento, desde su aparición en este planeta, comenzó el hombre a pensar, a usar su cerebro, a darse cuenta de su existencia en el universo, o tomar conciencia de la vida, a sentir deseos de comunicarse con sus iguales, de expresar sus anhelos, de transmitir sus experiencias, de preservar las costumbres y de otorgar un sentido racional a sus actos.

Ignoramos en qué instante abandonó la inconsciencia, en qué momento tuvo dominio sensorial de su hábitat. Tampoco sabemos si llegará el día en que podamos revivir a satisfacción el hoy desconocido proceso, que le condujo irresistiblemente a adquirir el espíritu, el ánimo, la presencia, la razón, la personalidad, en fin, todo aquello que contribuyó a convertirlo en el esplendor de la vida.

En alguna fase del laberinto evolutivo comenzó la producción de ideas; la percepción racional  estableció el siguiente, inmediato giro de la cadena que impulsó la creación del simbolismo. Así como apareció en entendimiento a partir de ciertas actitudes, nació el lenguaje como superior instrumento que concatena la captura y envío de conocimientos. Esta operación fue posible gracias a la capacidad de la mente y a la estructura del ser humano que en un momento crucial de su existencia, transformó su desordenada generación de sonidos en un fino y cuidadosamente elaborado sistema de emisión perceptible, empleando para ello los órganos que en el futuro desencadenarían el increíble mecanismo productor del habla.

Se duda que el Homo Erectus hace más de un millón de años, o que el hombre de Neanderthal,  alejado de nosotros unos cien mil años, pudiese hablar con la misma soltura que los hombre contemporáneos. Sin embargo, los estudiosos de la historia en su mayoría, están acordes en que “hace 40,000 años, el Homo Sapiens debería estar ya fisiológicamente equipado para el lenguaje y debía ser capaz de realizar los ejercicios mentales que requiere el lenguaje incluso de escribir”.

El habla, incorporada a las necesidades humanas, logró transmitir idea y pensamientos, fue una conquista valiosa que, desde el punto de vista orgánico, se reduce al perfeccionamiento del cerebro, cuya función pensante dio sitio a la reflexión, al análisis y a la síntesis de sus experiencias. Esto es: “si la estructura anatómica del hombre es resultado de una larga evolución, el despertar de su inteligencia ha sido, por el contrario, bastante brusco. Todo hace suponer que el umbral que da paso al pensamiento ha sido franqueado de una sola vez”.

La historia humana se inicia con el encuentro “del primer signo vocal que designaba un nombre común: hombre…esta articulación de sonidos expresaba un sentido: hombre quería decir todos los hombres que poblaban los ámbitos errabundos…Luz, quería decir, todas la luces creando las primicias del hogar…Sombra quería decir, todas la sombras que envolvían la pavura desprendida del

desconocimiento de la naturaleza. Desde aquel instante se abre el hombre a la ruta de la aventura intelectual…

Aventura reservada a la raza humana, cuya potencia córtico-cerebral , unida a la oportunidad de uso, creó el lenguaje para “expresar y producir significados”.

Hace poco más de una década, “los especialistas generalmente  adoptaban una actitud derrotista respecto al origen del lenguaje. El océano que existe entre la gritería de los animales y la gran sistematización de la comunicación humana, es tan enorme y la separación tan abrupta, que probablemente decían algunos, nunca se entendería. Uno que otro sabio se atrevía a abordar el tema. Uno de mis maestros, el genial Edward Sapir, se apartó del derrotismo general, cuando, al intentar definir siquiera el problema escribió: “Lo universal y diverso del habla llevan a una importante inferencia. Estamos obligados a creer que el lenguaje es una herencia inmensamente antigua de la raza humana…Es dudoso que cualquier otro recurso cultural del hombre, sea el arte de barrenar para la lumbre o el sacar lascas a los guijarros, pudiera pretender tener una antigüedad mayor. Me inclino por creer que antecedió aún a las manifestaciones más humildes de la cultura material y a creer que estas, en efecto, no fueron posibles hasta que el lenguaje, el instrumento de la expresión significativa, se hubo formado”…El lenguaje es un instrumento de comunicación entre los hombres…ya que las lenguas no podían dejar restos de sí antes del invento de la escritura, es conveniente buscar una luz indirecta, su manejo de los artefactos de piedra y hueso…”

Buscando el eslabón perdido, en la estación prehistórica de australopitecos en Makapansgat, Sudáfrica, Dart tenía escasas probabilidades de encontrar rastros directos del lenguaje, pero pudo intuir que los fragmentos óseos significaban huellas de “cultura y su herencia social” que, ya había sido sospechada por los investigadores de Choukoutien, China. Este revelador indicio apoyó la idea que el hombre de los tempranos días pudo tener “un buen conocimiento de su ambiente visible, palpable y audible y un desarrollo cortical capaz de comunicar los conocimientos adquiridos a sus familiares, amigos y vecino”.

El hombre aprendió a reconocer, mediante un laborioso procedimiento, la integración del timbre sonoro de la palabra hablada con la imagen vista. Lamentablemente logró construir una simbología en los diferentes órganos que adecuó, para desencadenar el increíble mecanismo producto de la voz inteligible. Los símbolos auditivos fueron prácticamente los únicos recursos que durante de cientos de miles de años, quizá millones, utilizó para exponer sus pensamientos e ideas.

El complejo proceso entre el pensar y el hablar estableció una línea conectora entre ambos fenómenos y consecuentemente en el actuar, hasta poder lograr una de las bases objetivas del lenguaje: la comunicación. La adición del simbolismo auditivo al visual, produjo una marca en determinadas zonas cortico-cerebrales. El registro de este suceso envió al porvenir, como legado del pasado al futuro, la constancia de una experiencia. Y otra vez el intelecto, puesto en las vías del progreso cultural, dio al hombre el más importante de los simbolismos lingüísticos visuales, el de la palabra manuscrita o impresa, a la que corresponde: “desde el punto de vista de las funciones motoras toda la serie de movimientos exquisitamente coordinados cuyo resultado es la acción de escribir”.

La proeza de articular los sonidos que condujeron al maravilloso fenómeno del habla, opacó cualquiera otra que hubiera emprendido nuestros predecesores, y la verdadera importancia de este logro, radica en el hecho de que “el lenguaje solo existe al transmitirse de generación en generación”. Estas circunstancia convierten al aprendizaje del habla en una de las primordiales tareas de la raza humana.

El habla no puede explicarse satisfactoriamente, pero es imprescindible en buena medida para cualquier sociedad, incluso inculta, cuyo interés radica en resolver las necesidades inmediatas, “para las cuales, las expresión oral es suficiente”; y, si algún suceso merece recordación, se rodea de elementos poéticos, para que se grabe con mayor fuerza en la memoria popular.

La inmortalización de la palabra, mediante fórmulas memorizadas, conservó las costumbres y tradiciones antes del advenimiento de la escritura. Ese sistema de comunicación pudo alterar el pensamiento original, provocando giros ideológicos, divergentes, pero su paso no fue inadvertido, históricamente hablando, porque la actividad recayó en individuos seleccionados por naturaleza, que memorizaron lo útil y necesario para su propia cultura.

Muchos milenios más tarde, la literatura épica escrita consignó esta práctica. Un ejemplo aparece en la Illiada, cuando Zeus dirige a Hipnos las fatídicas palabras que veladamente anuncian la destrucción de los teucros: “…que armes a los aqueos melenudos, y aprestes íntegras tus huestes; que la hora es venida de sojuzgar a Troya, la espaciosa ciudad; pues la junta de dioses lo otorga, persuadida a los ruegos de Hera, y un espantable duelo cierne y a su amenaza sobre el troyano suelo”. Esta oración aparece dos veces más en la misma rapsodia homérica.