CADMO (PARTE 4)

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EN BUSCA DE LA INMORTALIDAD

Cuando el hombre entendió que había logrado, por medio del habla, comunicarse eficazmente con sus semejantes y transmitir y aprender sus experiencias, abandonó la barbarie y entró en el camino de la civilización, declamó, cantó y narró sus alegrías, sus angustias, sus fracasos y sus triunfos. Y en la cima de su orgullo, quiso que el Universo entero vibrara con él, quiso que el tiempo fuera la dimensión de sus anhelos, quiso que todos los objetos se convirtieran en vehículos para sus ansias de inmortalidad: “plantó árboles, elevó altares, construyó pirámides para consagrar la memoria de los grandes acontecimientos y transmitirlos al porvenir”.

Pero con su angustia creciente, se percató de que el Universo no vibraba con él, que los objetos que producía no eran respetados por el tiempo y, muchas veces en el sitio en el que alzó sus obras, solamente quedó un desconcertante amasijo de cosas: “lo árboles fueron arrancados, los altares destruidos, las pirámides volteadas y el recuerdo de los sucesos que representaban desapareció con ellos”.

Y desesperado vio que la vida se le iba como la generación de las hojas, brotaba una y moría otra; como el curso de los ríos era el peregrinar de los hombres, nacía una avenida y al par desaparecía otra y, de todo cuanto sus manos creaban y su mente producía no había memoria ni recuerdo que lo celebrara. A pesar de sus esfuerzos y afanes para que su obra trascendiera, nada quedaba tras él, nada era su nombre al morir, nada quedaba de su cuerpo. Solo el espíritu de la fama era inmortal y, buscándola volcó tras ella sus empeños; por eso el hijo de Laertes le grita orgulloso a Polifemo: “Cíclope, cuando te pregunten quién causó tu vergonzosa ceguera, responde fue Odiseo Laertiada, que tiene su casa en Ítaca”. Por esa gloria los antiguos Babilonios quisieron edificar “una ciudad y una torre, cuya cúspide tocara los cielos”, y les hiciera famosos. Por la misma razón los poetas mexicanos querían “al menos dejar el recuerdo de los símbolos, las flores y los cantos que (lograron) concebir y expresar”.

Por eso Aquiles, ante el cadáver de Menetiada mandó levantarle un túmulo “no muy grande”, exigiendo en cambio que, a su muerte propia, le construyesen “uno anchuroso y alto” para que la gloria de sus empresas alcanzaran al eternidad.

En su empeño por inmortalizar su nombre y que el mundo lo repitiera hasta el final de los días: Eschmunazar procuró cumplir buenas acciones; Hércules levantó las columnas que dominan a la estrecha vía que da al Atlántico, las aguas mediterráneas, y que entonces marcaban los peligrosos límites del mundo; Queops piramidó su sepulcro en la desértica llanura del paraíso faraónico, como mudo testigo de la de la metempsicosis ignota; Moisés descendió del Sinaí para entregar a su pueblo las tablas de la ley; Femio el aedo, cantaba la suerte aciaga de los danaos en el palacio itacense; el maestro de la justicia se erigía en padre de los elegidos; Narada, consejero de Krisna, se consagraba a Visnú; Quetzalcóatl legislaba en la maravillosa Tollán, y Hammurabi regulaba la tierra entre los grandes ríos del Oriente Medio.

Ellos consagraron su vida, su existencia, sus desvelos para dispensar generosos ante sus pueblos una conducta, una festividad, un misterio, una ley, un canto, un himno, una revelación, una doctrina y un código, que la prueba victoriosa de las edades identifica con sus nombres hasta nuestros días…En obstinada iluminación, dieron a la vida el señorío de sus logros y toda circunstancia adversa, la visión alucinante que les impulsó buscar osados, siguiendo el camino de las estrellas, la gloria no pequeña de inmortalizar su  nombre: Buscaron a través de la fama, como en sueños imposibles, a un Dios único creador de justicia, dotado de amor y en quien confiar los continuados esfuerzos por ascender tras la aureola heroica, que le permitiera trasponer las ignoradas puertas de un Eliseo, de un Valhalla, de un Nirvana, de un Edén, de un Cielo, de un paraíso de una isla feliz, donde su nombre fuera recordado para siempre.

 

Tomado del Libro CADMO, escrito por el Doctor Ulises Casab Rueda, seguiremos haciendo una serie de artículos sobre el mítico personaje que lleva el nombre del libro.