NIÑEZ
“Una perla es un templo que el dolor edifica alrededor de un grano de arena.”
Gibrán
El 6 de diciembre de 1883 nació en el norte de Líbano GIBRAN KAHLIL GIBRÁN.
Becharre, pintoresco pueblo de la montaña, pregona con orgullo la paternidad del poeta. Su nombre significa “TEMPLO DONDE MORA ASTARTÉ” y fue para los fenicios un importante centro religioso.
Muy cerca del pueblo, está la hermosa Gruta de Kadisha por la que corre dulcemente un río cuyas aguas son de una pureza increíble, y un poco más lejos exhibe su lozanía el celebre bosque Sagrado de los Cedros. Entre este y Becharre, se encuentra el famoso convento de Mar Sarquís, enclavado en la falda de la montaña, desde el cual se contempla con azoramiento el insondable cañón de Kadisha o Valle de Los Santos. Se le dio el precioso nombre de Valle de los Santos, porque era el lugar escogido por los eremitas que huían de las desgracias humanas y del “mundanal ruido” para encontrar allí, en las grutas misteriosas, la soñada quietud.
Gibrán fue hijo de un matrimonio maronita. El nombre Gibrán es el de la familia. Su madre, Kamile Rahme, hija de un sacerdote de ilustre ascendencia y famoso por su voz, había enviudado en Brasil de donde regresó al pueblo natal con su pequeño hijo Pedro, para casarse a los pocos años con Kahlil Gibrán. De las segundas nupcias nacieron Gibrán, Mariana y Sultana.
El día que nació Gibrán fue el más feliz en la vida del padre, siendo de él la idea de ponerle a su primogénito el nombre de la familia, y a continuación el suyo. De ahí que el poeta se llamará “Gibrán Kahlil Gibrán”. Gibrán significa “el soñador o consolador de almas”; Kahlil “el escogido o el amigo amado”; y Kamile “la perfecta”.
El pequeño Gibrán, en la escuela del pueblo, estudiaba con ardor jamás visto, tenían que alejarlo un poco de los libros y obligarle a jugar con niños de su edad. La madre, a más de cantarle canciones viejas y otras nuevas de su cosecha le leía interminablemente páginas de la Biblia y de los Evangelios, le hablaba de Harun Al Rashid y del florecimiento árabe; le recitaba versos antiguos que él se aprendía en el acto y le contaba cuentos, historias y anécdotas inolvidables.
Su padre solía llevárselo a los lugares en donde pastaba el ganado. Entonces se sentaban a la sombra de un árbol a comer, charlar y descansar. Juntos excursionaban por los contornos, y así fue como conoció la Gruta de Kadisha, el Convento de Mar Sarquís, los Cedros Milenarios y el Valle de los Santos.
El tesoro epistolar de Gibrán es cuantioso y constituye una especie de autobiografía íntima, en la que nos cuenta una infinidad de cosas en un tono y sentido que nunca se llegan a disfrutar en libros o en conversaciones, y en las que se palpan el afecto y la excesiva ternura de Gibrán por todos sus amigos.
“Kahlil, niño -comenta José Juan Tablada- fue extraordinariamente precoz y versátil, dedicándose al dibujo, a la escultura, a la música y a la literatura, con avidez y absorción tales, que para atemperarlas tenían sus padres que recurrir al castigo. Cuando el niño tenía ocho años los poderosos númenes de Miguel Ángel y Leonardo, entrevistos en los libros ilustrados, se habían estampado en su conciencia tierna como la cera para impresionarse y como el mármol fuerte para retener”.
“Sus primeros poemas, dice Bárbara Young, no fueron escritos en palabras, sino modelados en nieve y esculpidos en piedra. Figura de extraña belleza crecían bajo sus manos en el jardín de su casa, a todo lo largo del invierno y el pueblo pasaba y decía: veamos lo que Gibrán hizo ahora.”
He aquí dos anécdotas sobre Gibrán que corrían en boca de gentes de su pueblo. Ocurrió un Viernes Santo, Gibrán se escapó de su casa porque su hermano Pedro no había querido llevarlos a las festividades. Preocupados por su desaparición lo buscaron por todas partes, hasta encontrarle ya al atardecer, en el cementerio buscando la tumba de Cristo para depositar ahí las flores que recogiera en el campo. Cierta o no esta anécdota, apuntemos que desde la más tierna infancia, Gibrán tuvo a la figura de Jesús presente en todos los actos y sueños de su vida.
Cuéntase también que un día el padre se presentó con dos caballos, uno para él y otro para llevarse a Gibrán con el fin de educarlo tempranamente en el comercio del ganado. La madre se opuso a que el niño aprendiera los mismo que su padre. Hubo un altercado en la familia. Pedro se puso del lado de la madre, Mariana y Sultana del lado del padre, Gibrán fue neutral, pues adoraba a su madre, y sin embargo, no quería perder el paseo a caballo. Esta otra anécdota nos revela las tendencias opuestas que, respecto de la educación de Gibrán privaban en el ánimo de sus padres; al fin y al cabo, ganó la madre, Gibrán pudo entregarse en cuerpo y alma al arte.
Ayudémonos con otras dos anécdotas para conocer mejor al niño. Cuenta Bárbara Young que “cuando el pequeño Gibrán tenía unos cuatro años de edad, cavó hondo en el terreno de su jardín y plantó pedacitos de papel para que echasen raíces y crecieran en forma en un alto arbusto que le produjese hojas de papel blanco para escribir y dibujar.” Desde su niñez tuvo pasión por las tormentas que, según él, lo liberaban de multitud de preocupaciones y los volvían sereno y tranquilo. Las tempestades del alma se fusionaban con las de la naturaleza y él renacía libre y gozoso, listo para emprender nuevas hazañas.
El propio Gibrán hablaba de una ocasión en que caía una lluvia torrencial que le llamaba por su nombre, y entonces se quitó la ropa y corrió desnudo para responder al llamado de la lluvia, y hubiera seguido corriendo si su madre y nodriza no hubieran corrido tras de él hasta atraparlo y luchar desesperadas para volverlo a casa.
Gibrán, a propósito de su desbordante pasión y de su carácter a veces irritable, decía: “de todo el mundo, solo mi madre pudo haber comprendido a este niño extraño. Yo era un pequeño volcán, un pequeño terremoto”.
La vida en el pueblo era, dentro de lo que cabía, tranquila. Cada año se hacía lo mismo que el anterior, excepción hecha del que sueña y anhela y que hasta en la misma monotonía halla secretos insospechados para el común del vulgo. En los pueblos de la montaña los inviernos son crudos, nadie sale de su casa, se pasan tres meses dentro del hogar hilando y tejiendo; comiendo del gigantesco carnero cebado durante el otoño, de las reservas de quesos, aceitunas, crema, huevos, fruta seca y cereal. Por la noche, al amor de la lumbre, frente a la chimenea, asando bellotas o comiendo castañas.
No faltará quien se pregunte ¿cómo es posible que en casas tan humildes, donde debería imperar la ignorancia propia de los campesinos, se pueda y se sepa hacer de los relatos todo un arte?. Es que la ignorancia y la incultura nunca han sido patrimonio de Líbano. Aún el más humilde de los campesinos sabe de memoria una docena de buenos poemas y hasta algo sobre la vida y milagros de sus autores. Esto se puede comprobar con algunos de los primeros emigrantes, que, a pesar de no saber leer ni escribir, conversan como personas cultas.
A Gibrán le atraían y fascinaban, durante el invierno, las tempestades; era cuando más sublime le parecía la naturaleza. Las demás estaciones le eran amables, risueñas, gratas para el trabajo y el estudio. Al comienzo de la primavera las nieves se derriten cantando, las flores brotan por doquier envolviendo con su manto multicolor lo que las nieves había sepultado e impregnan la atmósfera con los más variados perfumes. Y llega el verano, con su riqueza de frutas y el otoño, rico en cosechas nutricias. Y la vida con pocas variaciones, sigue su inflexible curso. Quien lea a Gibrán, advertirá en varias páginas de sus libros esa pasión que sentía por la naturaleza, las aves, los ríos, las flores, las estaciones, y sobre todo, por su Líbano.