SAN CHARBEL (CAPÍTULO 4/7)

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San Charbel 4 de 7

Una vida de virtudes, y el prodigio de la lámpara*

La única meta del padre Charbel es buscar a Dios con toda su alma y unirse a Él. Lo realiza perfectamente viviendo su regla y sus votos, y haciendo eco a las enseñanzas de la orden que le decían: “El monje no se evade del mundo más que para vivir en presencia de Dios, y como la vida de Dios es en esencia amor, el monje debe durante su vida, con total fidelidad a la regla, ser testigo de esta presencia de Dios en el mundo”.

La vida del padre Charbel será la realización de ese programa. Es cierto que su vida nos parece muy simple porque es interna y humilde, pero esta interioridad misma, es de una profunda intensidad, no podrá sino reflejarse e irradiarse. Su vida es una luz para sus contemporáneos, y es por eso que reconocen en él a un santo.  No todos los testigos de la vida del padre Charbel han muerto. Los que peregrinan a Annaya, pueden todavía verlo y oírlo. Dejemos entonces que estos testigos nos conduzcan hasta la puerta del jardín secreto de la espiritualidad Charbeliana.

El comportamiento del padre Charbel se inspira de la obediencia, casi legendaria, y la refleja. Considerando a sus superiores como la misma persona de Cristo, cumplía sus órdenes con una alegría y un abandono absoluto. Todo compañero, todo novicio, todo doméstico incluso, era considerado otro Cristo, y por lo tanto les obedecía. Nadie lo ha visto jamás descontento. Jamás se quejaba de la conducta de un superior, o de un inferior hacia él. La obediencia vivía y santificaba todo lo que hacía.

Sus ayunos prolongados, su mortificación, sus continuas oraciones, y su unión con Dios, tenían que vencer todo incentivo de mal. Este padre casto, con qué vigilancia intransigente velaba sobre sus sentidos. Todo los que lo conocieron atestiguan que durante toda su vida religiosa, no fijó jamás sus ojos sobre un rostro humano. Su capuchón inclinado sobre su cabeza le permitía apenas distinguir su camino. Cuando tenía que visitar algún enfermo, las mujeres desaparecían sin sentirse ofendidas, porque sabían que la regla de la ermita no toleraba su  presencia.

Con su pobreza, podemos afirmar que el padre Charbel imitó a los grandes santos. Vivió como los más pobres; tanto por sus vestimentas, así como por su comida y la célula que habitaba. Llevaba el mimo hábito. Aún los más sumidos en la extrema indigencia rehusarían lo que él comía. Se reservaba los mendrugos quemados o duros, y las frutas menos apetecibles. En cuanto a la carne, jamás la comía durante su vida religiosa, y no aceptaba la más mínima ayuda económica. Era libre a todo apego a los bienes de la carne y del mundo, su alma se eleva en un solo lance hacia quien decía a Martha: “Una sola cosa es necesaria”. Además, su manera de actuar hacia los otros estaba impregnada de caridad y respeto.

“Charbel: Un hombre de Oración”,  al respecto, un padre escribió: “Charbel adquirió el grado sublime de piedad y santidad. Su coloquio con Dios, los Ángeles, y los Santos, era continuo. Pasaba la mayor parte de la noche rezando. Siempre celebraba su misa muy atentamente. Desde que se levantaba se dirigía a la capilla, y se quedaba en ella cinco horas, casi todo el tiempo de rodillas con los ojos fijos sobre el Tabernáculo, con la cabeza inclinada, absorto en la más profunda meditación”. La regla imponía a los monjes levantare a media noche para cantar el oficio, y Charbel quedaba en esta capilla hasta el último, sin faltas. Rezar para el padre Charbel, era tomar conciencia de que Dios es caridad. De esta caridad que brota siempre, sacaba todas las riquezas, y día tras día escalaba los grados de amor. Pedir misericordia y reparar, era ver entre Dios y nosotros al Cristo crucificado. Charbel repetía todos los días en la misa: “¡Oh! Padre de la verdad, he aquí tu hijo victima para complacerte”.

La regla monástica pone en relieve el rol capital del silencio. “El monje debe guardar silencio con discernimiento, un silencio absoluto en la última parte del Oficio Divino que se dice después de las vísperas, en las horas canónicas, y un silencio riguroso desde las nueve de la noche hasta la seis de la mañana”. La regla invita a los monjes a guardar lo que San Benito expresa en una frase profunda: “La gravedad del Silencio”, que significa que sin el silencio no hay oración. El padre Charbel hallaba en el silencio un medio seguro para mantener el espíritu de contemplación, y de unión con Dios. Sabía que la soledad no es verdadera si no se baña en el silencio. El ruido y la agitación  distraen el recogimiento interior. Romper el silencio, sin ser empujado por un motivo de amor a Dios o al prójimo, constituye un obstáculo en esta unión íntima con Dios que él buscaba. No quería evaporarse en palabras inútiles y dejar disipar el perfume de la Visita Divina recibida en la comunión de la mañana. El silencio del corazón conlleva al de los labios; “en el silencio y el reposo, el alma piadosa hace grandes progresos y descubre el sentido oculto de la escritura”, así que el padre Charbel acogió la llamada silenciosa.

El amor hacia la madre de Jesús, arraigada en el corazón de Charbel en Beqaakafra, se ilustrará aún más de ahora en adelante. El joven monje quien, jamás fijo su mirada sobre una cara femenina, hasta renunció a ver el rostro de su madre, se complacía en contemplar la belleza de su Madre Celestial, para atestiguarle su amor y honrarla. La regla de la orden maronita libanesa reserva un lugar privilegiado al culto marial. Charbel repetía todos sus rezos con un fervor siempre renovado, y tenía plena confianza que ella salva infaliblemente a quien la honra. Charbel repetía en la misa, después de la consagración: “¡Oh! Madre de Jesús, intercede por mi ante tu Divino Hijo, para que perdone mis faltas, y reciba de mis pobres manos pecadores, este sacrificio ofrecido por mi debilidad sobre este altar, tengo confianza cierta en tu ruego Oh Santa Madre”.

Bajo la orden de sus superiores, el padre Charbel no dejaba de ocuparse del cuidado de las almas, y se entregaba al apostolado en los pueblos vecinos. En su misión se dirigía a la iglesia. Por donde pasaba, la gente corría hacia él, para tocar sus vestimentas y besar su mano. Le pedían que bendijera el agua que llevaban en jarras, y esta agua operaba prodigios. El padre Charbel procuraba la alegría de los que se confesaban con él,  leía en el corazón del penitente y su dichosa memoria le hacía recordar todo su pasado, y los fieles se sentían felices de volver a su confesional.

El padre Simón del vecino pueblo de Ehmej, relataba sobre Charbel, “El Apóstol de los enfermos”, que cuando un monje caía gravemente enfermo, pedía al padre superior que le enviara al padre Charbel, que con su devoción y bondad consolaba al enfermo y le administraba los últimos sacramentos. Se quedaba sentado en una silla durante toda la noche al lado del moribundo y  no lo dejaba más que para ir a rezar delante del santísimo sacramento.

Durante cuarenta y siete años de su vida religiosa, el padre Charbel participó, junto a sus actividades misioneras y contemplativas, en los trabajos manuales. En cada temporada, como un pobre campesino, se entregaba a las labores domésticas y campestres; aserraba la madera en el bosque, transportaba pesadas gravillas, ramas espinosas para la hilera de las viñas, grandes canastas de uvas, sin jamás distraer de ellos un racimo para saciar su sed. Elegía el trabajo más penoso y más humilde, sin embargo, sin emprender nada sin la orden de su compañero o su hermano administrador. Trabajar así ¿no es imitar al Creador que ha forjado al mundo, y obedecer con alegría la voluntad que Él nos ofrece? Con algunos siglos de intervalo, los monjes de oriente renovaban en otra tierra la obra de los monjes de Europa, educadores de los pueblos. Antes de las letras, estos monjes y el padre Charbel entre ellos, eran ya “Sacerdotes Obreros”, que se esforzaban en poner en la obra material una llama de caridad sobrenatural.

En este monasterio privilegiado de Annaya, Charbel pasó veintitrés años. Ser ermitaño es una rara vocación, pero nuestro monje se siente atraído hacia ella con todo su ser. Expresa a sus superiores el deseo cumplido y solicita la autorización para llevar esta vida. En oriente no es tan extraño como en occidente que semejante tipo de vida encuentre adeptos todavía. Ser ermitaño según la regla, es pertenecer por completo a Dios, es hallar el consuelo de impulsar la práctica de las virtudes religiosas, bajo la dirección de un superior, hacia su más alto heroísmo. Charbel tiene que dar un paso hacia adelante; tiene que renunciar a la alegría de compartir la vida fraternal con sus hermanos para retirarse a una soledad más profunda, donde su alma se elevará aún más hacia El Creador.

El padre Charbel vivió en un ambiente en el que el espíritu eremítico era floreciente. Ahora que está seguro de la autenticidad de su vocación, va a comprometerse, primero oyendo las lecciones del padre Elichah Hardini, hermano del santo de Kfifan, venerable octogenario, que en aquel entonces vivía en la ermita de Annaya, cuya influencia fue decisiva sobre el alma generosa de Charbel. Escuchándolo hablarle parecía la voz de sus dos tíos ermitaños de Kozhaya, y de su maestro Neemtalah, quienes le repetían  “Hay que abandonarlo todo, para encontrar el todo. Dios habla al alma en silencio, las grandes cosas se cumplen en la calma, en la claridad de la mirada interior, en el movimiento discreto de las victorias ocultas, cuando el amor toca el corazón. Las potencias silenciosas son las verdaderamente fuertes”.

No obstante los superiores no podrían acordarle inmediatamente la autorización de vivir en la ermita, sabiendo que esta vida no será emprendida más que por “monjes perfectos”, que responden a las condiciones de la legislación de la orden; El padre Charbel era profeso, podía entonces seguir todas las reglas, y solicitar la autorización para abrazar la vida solitaria, pero es importante que el superior antes de pronunciarse, reconozca en la solicitud de su inferior una gracia excepcional del cielo, lo que expresa no solamente reserva y prudencia, sino también el respeto por su vocación.

Sin embargo, ¡el cielo hablará y dará una señal celebre!

El padre ermitaño Elichah fue llamado ante Dios el 13 de febrero de 1875, entonces la ermita quedó vacante. Charbel renovó humildemente su petición para retirarse a ella. Su superior aún vacilaba, tomó por encima de su escritorio un importante expediente que remitió al padre Charbel, pidiéndole de hacerle un informe sobre este trabajo de forma urgente, y lo autorizó velar si es necesario. Charbel se inclinó, tomó los documentos y se retiró. El superior quedó pensativo mientras veía partir al padre. En la despensa, dos domésticos estaban lavando, uno de ellos era Saba Bou Mousa. El padre Charbel trajo su lámpara y les pidió el favor de llenársela de aceite, porque estaba vacía. El padre dejó la lámpara y se alejó. El doméstico, mirando la lámpara sonrió maliciosamente, pensando que era una buena ocasión que no podía dejar escapar sin jugarle una pequeña farsa no dañina al padre. Así, llenó la lámpara de agua y se la llevó al pobre monje. Habiendo recibido la lámpara, el padre Charbel agradeció y la prendió. Los dos domésticos, llenos de curiosidad, esperaban atentos al final, pero perdieron su tiempo, pues ¡la lámpara prendió como si hubiese contenido aceite! El padre se puso a trabajar ante la estupefacción de nuestros dos graciosos. Uno de ellos, sin poder disimular su extrañeza, corrió a la célula del superior: “Padre, tengo vergüenza de contárselo, para hacer rabiar al padre Charbel, llené su lámpara de agua en vez de aceite, ¡pero mire la lámpara esta prendida!”. En efecto, un rayo de luz se infiltraba bajo la puerta, el superior hizo un gesto de incredibilidad, se levantó y fue a llamar a la puerta del religioso… y llevó la lámpara de regreso a su célula, y emprendió la tarea de verificar lo dicho por sus domésticos. Una vez abierta la lámpara, reveló que ¡no contenía ni una gota de aceite, y que había prendido con agua! Perplejo, se preguntó si no sería una señal de Dios, quien proclamaba la santidad de este humilde religioso y ordenaba con ella de satisfacer su petición. ¿Acaso Dios no interviene a menudo cuando los hombres se hallan vacilantes ante las grandes decisiones? En este caso el agua prendía como aceite, Dios había hablado. Al día siguiente, al alba, el superior general había sido prevenido. Una respuesta favorable llegó el mismo día: “A partir de esta tarde, irá a tomar posesión de la ermita de los santos Pedro y Pablo, y servirá en ella a Dios, hasta el final de su vida”. Esta era la autorización del padre general.

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(*) – Texto adaptado por Nabil Semaan, para describir “La vida de virtudes, y el prodigio de la lámpara”. Citando de referencia el libro: ”Charbel: Un hombre embriagado de Dios”, cuyo autor es el padre Pablo Daher, páginas del 82 al 104, publicado por el monasterio de San Charbel en Annaya Líbano, 2009.