SAN CHARBEL (CAPÍTULO 6/7)

CONVENTO-DE-SAN-
La última misa, y la sepultura del ermitaño*

 

Durante sus 39 años de sacerdocio, el padre Charbel celebraba a las once su misa según la liturgia maronita, en la que el siriaco constituye el idioma sagrado, haciendo de esta el centro de su jornada. Su lugar preferido y habitual era delante del tabernáculo. Ahí se sumergía sin cansarse en una profunda contemplación en el santo misterio. Su alma dirigía su cantico de amor a su Bien amado: “¡Oh Jesús! Esplendor de la eterna gloria, consolador del alma exilada, ante Ti no tengo palabras, y es mi silencio el que habla”.

Con que fe y que amor debía repetir esta emocionante imploración que sigue a la consagración: “Oh ostia deseada, que te ofreces para nosotros, victima justificante que te presentas tu misma ante tu Padre; Cordero que has sido sacerdote de Tu sacrificio. Que nuestra oración oh Cristo, sea por tu bondad un holocausto ofrecido por ti a Tu Padre”.

Al parecer este es el punto culminante donde viene a cristalizarse toda la vida del padre Charbel; Es al elevar la hostia y el cáliz, en la víspera de Navidad, que la muerte viene a buscarlo. A continuación, la conmovedora suplica que dirigía a Dios durante esta elevación, y que continúa repitiendo sobre su lecho de muerte: “Oh, Padre de la verdad, mira a Tu Hijo que se sacrifica para complacerte. ¡Dígnate aceptarlo ya que sufre la muerte para justificarte!, esta es la ofrenda recibida de mis manos con complacencia, y olvida las faltas que he cometido ante tu majestad”. “He aquí tu sangre derramada para mi salvación. Apela ante ti en mi favor. Considerando sus méritos, acepta mi ofrenda. ¡Cuán numerosos son mis pecados, pero cuán grande es tu misericordia!”. “Mira los pecados, pero al mismo tiempo mira el holocausto ofrecido para su expiación. Tu Bien amado sufrió el tormento de los clavos, de la lanza, y sus sufrimientos bastaron para satisfacerte y darme la vida”.

¿Quién podría medir la profundidad de las últimas palabras pronunciadas por el padre Charbel en esa última misa? En estos términos se recoge todo su pasado, sus sacrificios, oraciones, misas, mortificaciones, luchas, alegrías, y dolores. De sus ojos que contemplan la hostia brotan lágrimas de todos los que sufren. Con su misa eleva de la tierra al cielo, a su país, a su orden, a la iglesia, y a toda la humanidad. He ahí, la ofrenda con la cual esta vez el pasado y el presente e confunden en un instante solemne, donde el maestro de todos los días se ofrece definitivamente con su sacrificio. Su sangre se mesclará con la de la víctima. El Holocausto de la vida se unirá al sacrificio de Cristo Jesús para tomarse agradable al padre.

Y el ermitaño celebró su última misa a la acostumbrada hora del 16 de diciembre de 1898. Esta arrodillado en la capilla desde hace horas. Se levanta entumecido. Las ráfagas de viento silvan, el aire helado cuela por debajo de la puerta y por las rendijas de las ventanas de la ermita. Su cuerpo entero tiembla bajo su vieja sotana parchada, va a ponerse completamente absorto en la oración.

Sube al altar como Cristo al calvario. Su pensamiento, su alma, todo su ser se recoge, penetrado por una idea única. La redención con la cruz en la cual participa con el misterio de la misa. Sube henchido de este pensamiento madurado durante cuarenta años de sacerdocio: La víctima del calvario continúa, se prolonga en el sagrado sacrificio y con ella, alcanza a todos los miembros de la iglesia expandida en el espacio y en el tiempo.

Una vez más participará activamente, colaborará de una manera viva en la obra redentora. Sube con el corazón ardiente, esta vez, para morir de una manera mística y real, con Cristo Hostia. En la consagración, toma penosamente la hostia, con sus manos entumecidas, y llenas de sabañones. Súbitamente, siente helarse su cuerpo hasta el corazón. El padre Makarios, al darse cuenta de que no podía continuar el santo sacrificio, lo ayuda a reposar un poco. Diríamos que es la primera caída en su suprema subida hacia el calvario. Ya más descansado, el ermitaño sube nuevamente al altar la misa. Consagradas las sagradas especies, lleva el cáliz coronado de la hostia recitando: Oh!  Padre de la verdad… Pero debe interrumpir una vez más, pues nuevamente se siente mal. El padre Makarios reviste la estola y se acerca tiritando, toma las sagradas especies y le dice: “Padre, déjeme el cáliz, deme la hostia…”

A costa de grandes esfuerzos, el padre lo ayuda a dejar el altar y lo lleva a su célula. Esta es su segunda caída, el fin se aproxima. El ermitaño Charbel acaba de ser víctima de una parálisis. Es su primera enfermedad grave, y será también la última.

Durante ocho días el ermitaño agoniza en paz. Pese a los sufrimientos, es una agonía semejante a la de Jesús en la cruz. Le traen una sopa para reconfortarlo, pero al percatarse que ha sido preparada con grasa, de la cual se ha privado toda su vida, aleja suavemente esta comida. Hasta la muerte ha sido fiel a su regla. Mientras pueda mover sus labios y su lengua, no dejará de continuar pronunciando su misa: “Si la carne es débil, el espíritu esta pronto”. Repite la oración de la misa que debió interrumpir: “Abo dkouchto… ¡Oh, Padre de la verdad, he aquí tu hijo víctima para complacerte!… No se trata de otra víctima más que Cristo, ni otra muerte más que la del Salvador en la Cruz, pero en este momento, el pobre ermitaño agoniza en profunda intimidad con Cristo, pues están íntimamente identificados en un mismo amor hacia el Padre.

“He aquí la ofrenda, he aquí tu hijo, ¡Oh!, Padre de la verdad…” Y, con estas palabras unidas a los nombres benditos de Jesús, María, José, y Pedro y Pablo, los patrones de la ermita, el alma del servidor de Dios se eleva hacia el cielo en esa dichosa noche del 24 de diciembre, poblada por el vuelo de los ángeles que traían ya a la tierra la buena nueva ¡Ha nacido el Salvador! Y él, Charbel, finalmente gozara en el cielo de la inefable visión celeste. “Padre de la verdad, en tus manos entrego mi espíritu”… Así una nueva semejanza se manifiesta entre el niño de la gruta y el ermitaño de Annaya. Ambos tenían la misma Navidad: Natalicio de Jesús en la tierra, y Natalicio del Santo ermitaño en la gloria.

El padre Abi Ramia relató sobre los últimos momentos de la vida del ermitaño: “Soy yo, indigno servidor, el autor de estas líneas,  quien le dio la última absolución. El padre Makarios derramó amargas lágrimas y atribulado por su gran pena, a causa de la pérdida de su compañero, se alejó de él y se desmayó a fuerza de tanto llorar”. De este modo todos los compañeros del padre Charbel estuvieron ausentes durante su agonía y su muerte. El frio era tan intenso, el viento tan helado y la nieve tan espesa que nadie se atrevía a abandonar su casa. El mismo superior del monasterio el padre Antonio Mechmichani se encontraba lejos de su fiel discípulo. Ese día en efecto murió en Bkerke el patriarca maronita Juan El Hage, y adivinamos que asistir a la muerte de un patriarca era sin duda más importante que ser testigo de la agonía de un pobre ermitaño. Nos es sino a su regreso, que el superior escribirá en su diario el deceso del ermitaño.

El cuerpo fue transportado a la capilla de la ermita, donde algunos hermanos que habían abierto un camino en la nieve vinieron a rezar ante sus restos mortales. El invierno se presentaba riguroso. Así tiritando, ateridos en el frio hasta la medula de los huesos estos monjes decían: “Somos incapaces de soportar un momento más la temperatura en esta capilla ¿Cómo este padre ha podido vivir aquí durante veintitrés años de rodillas como una estatua? Feliz él, ya que actualmente recibe sin duda su recompensa ante Dios”, y por haber seguido a Cristo en su vida oculta y su inmolación. Muchos cotejos serian fáciles para nosotros sobre este tema:

Como Jesús, también nació en una aldea pobre, y sus padres eran modestos pero virtuosos.

Como Jesús, vivió del trabajo de sus manos.

Como Jesús, se retiró al desierto para ayunar en él y ser tentado.

Como Jesús, llevó su cruz de las pruebas de las tentaciones y de los sacrificios de su vida religiosa.

Como Jesús, abatido y cargado de cadenas, se entregó a la disciplina, llevó su silicio.

Como Jesús, el sudor lo inundó, conocerá el de la labor, y el misterio sudor póstumo que continua.

Como Jesús, se inmola con la hostia que ofrece al padre.

Como Jesús, cae varias veces celebrando su última misa.

Como Jesús, aparta la bebida reconfortante que sus amigos le llevan.

Como Jesús, en el Calvario, es velado por un solo amigo y algunas piadosas mujeres.

Como Jesús, descendido de su Calvario de Annaya, es sepultado sin ataúd.

Como Jesús, se realiza a través de él las palabras del profeta: “Mi cuerpo reposa seguro, Tú no permitirás que tu piadoso servidor conozca la descomposición”.

Como Jesús, cuya tumba se tornó gloriosa, una llama misteriosa iluminó milagrosamente la suya.

Como Jesús, cuya costilla derramada sangre y agua, hace sudor y sangre y corre por su cuerpo.

Como Jesús, y junto a Él, sanó a los enfermos, y a una muchedumbre inmensa, de todos los credos, acude a su tumba “convertida en gloriosa”.

Y si le hubiéramos preguntado a Charbel sobre el secreto de su semejanza con Cristo, nos había respondido: “Si hemos sido uno con Él, con una muerte semejante a la Suya, lo seremos también en la resurrección”. Y, si queremos que el padre Charbel nos entregue el secreto de esta unión con Cristo, tomará, después de la fracción de la Santa Hostia, un pedacito que dejara caer en el cáliz, y dirá: “¡Oh!, Señor, has fusionado Tu Divinidad con nuestra humanidad, nuestra humanidad con Tu Divinidad, Tu vida con nuestra muerte, y nuestra muerte con Tu vida. Lo que es nuestro lo has tomado, y nos ha dado lo que es Tuyo, para la salvación y la vida de nuestras almas. A Ti la gloria en los siglos”.

Ahora había que bajar el pobre cadáver al monasterio. ¿Quién podría venir a ayudarlos? No había teléfono, como tampoco un camino transitable, y la nieve cubría por todas partes. Sin embargo, la noticia de esta muerte se propagó rápidamente. No faltaron brazos para rendir al hombre de Dios los últimos deberes de piedad y reconocimiento.

En aquella mañana de Navidad de 1898, un modesto cortejo de monjes y laicos abandonó la ermita. A través de la nieve espesa, y a costa de grandes esfuerzos y abriendo un sendero hasta el convento, llevaban sobre una camilla los restos de un viejo solitario. Un viento glacial permitía a ratos descubrir a contraluz los rasgos demacrados del difunto que emanaban una dulzura angelical y a la vez una imponente majestuosidad. Entre sus manos iba una rústica cruz y un pobre rosario.  La camilla estaba formada por unas sencillas planchas sin mayor pretensión. Arropados, y de bastón en mano, los cargadores hacían oír la dulce salmodia del oficio fúnebre.

El padre Makarios, su compañero de ermita  continuaba agobiado por el dolor. A su lado se encontraban el hermano Jawad, el hermano François de Qartaba, y el abad Michel Abi Ramia. A su paso, mujeres con bandas negras en la frente en señal de duelo, se arrodillaban y rezaban. A lo lejos doblaban las campanas de aquí y allá. Acercándose al monasterio de Mar Maroun de Annaya, aparecían también algunos campesinos que se persignaban y tendían sus manos para relevar a los cargadores o para intentar tocar devotamente la camilla o el sagal del difunto.

Delante del monasterio, monjes de todas las edades esperaban la llegada del cotejo fúnebre recitando el rosario. En la puerta de la iglesia el coro era reforzado por las voces de toda la comunidad. El canto estaba impregnado de una primitiva y emocionante simplicidad “Netfathoun Tar aik”…, que tus puertas se abran, Oh celeste Jerusalén…

El tañido se extinguía lentamente y la ceremonia continuaba en un silencio, que solo era perturbado por los pasos de los asistentes. Colocaron el cuerpo en la nave, sobre una mesa cubierta por una sabana mortuoria. Después de haber besado por turno la mano del difunto padre, expuesto con su simple habito religioso, la pequeña multitud comenzó a retirarse. No habría en la capilla más que cuatro cirios iluminando dos cuadros, el del catafalco y el de la gruta.

La tarde de ese día de navidad, en el escritorio del padre superior Antoine Michmichani, los monjes se reunieron para las condolencias. En la chimenea ardían gruesos leños echando fulgores cambiantes sobre los graves rostros de la comunidad. Después de la partida de los monjes, el superior encendió la lámpara de aceite, se instaló frente a su escritorio, concentrándose. Su rostro expresaba una forma de solemnidad profética, tomó el diario del convento, lo abrió, dobló las páginas y luego, con su pluma de caña anotó lo siguiente: “El 24 de diciembre de 1898, el padre Charbel de Beqaakafra, víctima de una parálisis, y habiendo recibido los últimos sacramentos, ha sido llamado al encuentro de Dios, a la edad de setenta años. Fue enterrado en el cementerio de la comunidad, bajo la jefatura del padre Antoine Michmichani. Lo que ocurrirá después de su muerte me dispensa de dar mayores detalles sobre su vida. Fiel a sus votos, de una obediencia ejemplar, su conducta fue más angelical que humana”. El superior dejó la pluma y miró hacia el crucifijo, cuya sombra bienaventurada pareció aprobar sus palabras proféticas.

A la sombra de los corredores del monasterio, una silueta avanzaba hacia la capilla. Al abrir la puerta, la luz de los cirios que se consumían delante del cuerpo del ermitaño y cerca de la gruta, iluminó su rostro. Era el hermano Elie Mehrin quien venía cerca de la medianoche como de costumbre a visitar el Santo Sacramento. Ni la noche profunda, ni el pensamiento de la muerte, perturbaron la serena concentración de su alma. Se puso de rodillas y se postró en una ferviente adoración. Súbitamente sus ojos fueron golpeados por una luz que venia del tabernáculo y parecía acariciar el rostro del difunto. Este extraño fulgor que se deslizaba dulcemente ante el hermano Elie, le dio la impresión de que el cadáver se movía. Como es lógico, sorprendido se levantó y salió corriendo a golpear la puerta del padre superior quien bruscamente despertó y le abrió la puerta.  “Oh! padre mío”, gritó el hermano, “pasa algo extraño en la capilla, un fulgor emana desde el Tabernáculo e inunda la figura del ermitaño”. El superior respondió con una sonrisa embarazosa “Cálmense, estaba Usted fatigado. Debe haberse quedado dormido y ha soñado probablemente. Vaya mejor a tocar las campanas, es medianoche, la hora del oficio del segundo día de navidad”.

El hermano acató la orden, pero las campanas en lugar de repicar a todo vuelo por la gran fiesta dejaban oír un largo tañido misterioso. Un cuarto de hora más tarde, bajo la nieve y la noche, el monasterio despertaba, y a través de los corredores, sombras encapuchadas se apresuraban hacia la capilla, llevando linternas en sus manos. De dos en dos, los monjes avanzaban del lado y otro del catafalco y ocupaban sus lugares en el coro frente a la gruta. El canto del oficio había comenzado imbuido por el aroma del incienso, mientras afuera, en la noche profunda, se desencadenaban los truenos y relámpagos.

La noche tocó su fin, pero aún continuaba oscuro. Dos hombres, un monje de larga barba gris y un laico de grandes bigotes preparaban la tumba. Era una especie de bodega que servía de necrópolis a la comunidad, construida en piedra y cubierta de tierra batida, que penetraba en su interior a través de una abertura abovedada a un costado, contigua a la iglesia del monasterio. Nuestros dos sepultureros depositaron respetuosamente en una especie de fosa común los huesos que descubrieron. Con un cráneo en la mano, el monje dijo a su compañero de trabajo: “Mire esto un momento”, al que respondió: “Es así entonces que todo hombre debe terminar”. “En efecto mi amigo, pues el señor nos lo enseña: El grano de trigo no germina si no muere” El hombre respondió: ¿“No le parece padre, que el monje que vamos a enterrar aquí, cumplió una muerte santa, digna de su vida tan edificante”? El monje le conformó diciendo: “seguramente mi amigo, este ha acertado en su muerte como en su vida. Y ahora sabe lo que valen nuestras penas y nuestras pobres alegrías. Conoce la profundidad de nuestras miserias, pero como nos enseña San Pablo, nuestras miserias siempre tienen esperanza, porque creemos en Jesús Cristo que es la resurrección y la vida. Tal como Él resucitó, nosotros resucitaremos algún día. Ahí está nuestro consuelo y nuestra esperanza”.

A las diez de la mañana del segundo día de Navidad, de una manera sencilla pero muy conmovedora, tuvieron lugar las exequias del ermitaño. Acabado el oficio fúnebre “El Jinnaz”, el cuerpo con el rostro descubierto según la tradición mancal, fue llevado por los monjes a su última morada, mientras el tañido de las campanas se tornaba más desgarrador, y la salmodia imploraba la misericordia celestial.

Adivinando que acaban de perder a un Santo, la multitud acudió inmediatamente, unos se arrodillaban en la nieve, otros lloraban, y todos se persignaban con piedad. Lentamente entonces el cortejo se encaminó hacia el cementerio. Allá depositaron el cuerpo del ermitaño envuelto solamente en su pobre sotana y sin ataúd. Algunos habrían querido una inhumación especial, pero la regla de la orden no admite excepciones. El padre Charbel dormiría su último reposo como sus hermanos de religión. Dos planchas colocadas sobre piedras separaban el cuerpo del piadoso solitario del fangoso suelo. Lamentablemente el agua de lluvia que goteaba del techo no tardaría en comenzar su obra destructora.

Cerraron la sepultura con una piedra  gruesa. Por última vez se incineró la tumba y se roció con agua bendita. Ahí yacerían sus restos mortales, al lado del muro de la capilla, con su cabeza a menos de dos metros  del altar donde se celebraba diariamente el Santo Sacrificio que había sido el centro de su vida. Más allá de la muerte, el padre Charbel debía experimentar una alegría renovada. La multitud se retiró lentamente rezando y repitiendo como un refrán: “Niyalu Qiddis” Feliz es, es un Santo.

 

(*) – Texto adaptado por Nabil Semaan, para describir “La última misa, y la sepultura del ermitaño”. Citando de referencia el libro:”Charbel: Un hombre embriagado de Dios”, cuyo autor es el padre Pablo Daher, páginas del 7 al 12, y del 135 al 143, publicado por el monasterio de San Charbel en Annaya Líbano, 2009.